Cuando pensábamos que el cine español ya no nos podía sorprender con historias diferentes sobre la Guerra Civil, aparece La trinchera infinita. La película, dirigida por Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga (Loreak, Handia) es un relato íntimo sobre uno de los tantos “topos” de la guerra española: víctimas que, tras la llegada del franquismo, tuvieron que esconderse en agujeros y lugares inimaginables para poder sobrevivir a la dictadura.
Es el año 1936. Por miedo a ser fusilado a manos de los franquistas, Higinio (Antonio de la Torre), con la ayuda de su mujer Rosa (Belén Cuesta) decide ocultarse en su casa, en un pequeño zulo en la pared. A medida que avanza la película, somos testigos de cómo ese simple acto de supervivencia se convierte en una condena al miedo y la soledad, que durará más de 30 años.
Higinio está obligado a vivir una realidad a medias, la que se filtra por las grietas de la pared. Su vida con su mujer y su hijo queda limitada por los huecos de su particular trinchera, por lo que cada momento se convierte en una duda constante. En la segunda mitad del filme, el protagonista se convierte en una suerte de James Stewart en La ventana indiscreta, vigilante de quienes le acechan y quienes le cuidan. Y al que creímos héroe en un inicio, se le va cayendo la coraza, con cada duda e inseguridad, hasta que la palabra “trinchera” pierde todo su sentido.
El trabajo impecable de los actores -merecido Goya para Belén Cuesta-, con una dirección de fotografía dramática y cegadora, nos hace sentir constantemente la angustia no solo del protagonista, sino de todas las historias reales en las que se basa la película. Quizá por eso La trinchera infinita es tan auténtica, tan desgarradora, porque nos recuerda algo que ya sabíamos, que en la guerra nunca hay vencedores, solo vencidos.
Escrito por Ohiane Iriarte